martes, 27 de junio de 2017

Las cosas malas me hacen dudar

Llegué a su casa, abrí con delicadeza, me recreé un poco al introducir la llave y girarla, preveía que el final estaba cerca. Lo tenía bastante asumido, supongo que saber que era el preludio, me hizo pensar y relentecer mis movimientos. No quería olvidar esa última vez.

Dejé las llaves encima de la mesa, intuía que se iban a quedar allí, sin más. No llegué a descalzarme, ni a ponerme la ropa cómoda que tenía en su casa, guardada en un rincón de un cajón. Eso era lo que ocupaba en su vida, un rincón en un cajón. Imagino que siempre supe que ese trozo de cajón nunca fue mío, hasta las zapatillas eran para invitados.
No conseguí entrar más allá del comedor, me senté en una esquina del sofá; cansada de todo, agotada, logré dejar mi abrigo y mi bolso estratégicamente cerca de mí. Estaba preparándome para un adiós, y este iba a ser de los que dolían. Recogí la manta roja de Ikea que siempre estaba sin doblar encima del sofá, la doblé cuidadosamente y puse el mando de la TV justo encima; era mi rutina cada vez que llegaba a su casa. No toqué absolutamente nada más, por miedo a sentir más de lo debido. Seguí sentada esperando a que llegase.

Media hora más tarde entró por la puerta sonriendo, como si nada, dejó la chaqueta y el resto de cosas en el lugar de siempre; me sonrió.
- ¿Qué hacen aquí las llaves? - las cogió y las dejó justo en la otra mesa que se encontraba a mi lado; volvió a sonreír, se acercó a mí y me besó en los labios.
- Ah, es que no sé... - me quedé callada y miré hacia el suelo, cómo hacen los niños cuando saben que han hecho algo mal. Me sorprendió su reacción, esperaba alguna bronca, alguna mala cara, alguna explicación de porqué había estado borde todos esos días. Aquel beso me resultó esperanzador.

Cogí mi tabaquera con mi tabaco de liar, algo nerviosa, e intenté liarme un cigarro.
- Anda toma uno - me acercó su paquete de tabaco, y me dio un cigarro.

Salimos al balcón, yo detrás, como un jodido perro faldero, no sabía exactamente a qué exponerme, por desgracia aquel beso me hizo pensar cosas que no eran.

- No sé qué pensar - inhaló otra calada.
- Yo creo que sí, se lo que estás pensando, no alarguemos más esta discusión.
- Sarah, no es una discusión, es que ... - y no consiguió acabar la frase.
- Yo ya sé lo que quieres, lo has dejado claro muchas veces, yo también estoy cansada. Llevas días extraño, ausente, y de mala leche, ya te he pedido perdón - sabía que eso no era suficiente. Llevaba varios días sin escribirme, lejano, y yo ya sabía lo que eso significaba, me había pasado varias veces,
- Por favor si me vas a dejar dímelo ya, no es necesario hacer esto más duro. - y no, no entendía que me hubiese besado, que me hubiese acercado las llaves de su casa nuevamente si me iba a dejar.

Dí una última calada a mi cigarro y lo apagué en el cenicero.
- Dímelo
- ¿Cómo? - me miró extrañado
- Qué me digas que me dejas, que no dejes las cosas a medias, que esta vez es para siempre. No quiero que me dejes pendiente de ti, de estar pendiente veinticuatro horas del móvil para ver si vas a querer volver o no. Necesito oírlo. - necesitaba escucharlo para zanjar un tema en mi vida, estaba cansada de sus idas y venidas, de pensar que me quería.
- A ver - hizo una pausa dramática - es mejor que por ahora lo dejemos.

Y mi mundo se desmoronó, dejó de tener sentido todo, dejé de pensar de forma clara y dije lo primero que se vino a mi cabeza, mi negra del Bronx habló por mí.

- No vuelvas a escribirme, no vuelvas a hablarme, no intentes ponerte en contacto de ninguna de las maneras conmigo, esta vez es la definitiva. No quiero pasar por esto otra vez. Ahora sólo te digo una cosa, espero que no hagas cómo hasta ahora y alejes a la gente que te quiere de tu lado, es algo que haces habitualmente y no es justo para los demás ni para ti. 
- Las cosas buenas me hacen dudar.- y se calló para siempre, no hubo más esa fue su última frase.
- Si no te importa me voy a sentar un momento - notaba que me flaqueaban las fuerzas, y que el aire no llegaba a mis pulmones. Debería haberme imaginado todo aquello, aquel beso sólo fue algo frío y fingido que dilataba en el tiempo lo que Él realmente quería.

Ya no podía más, le di la vuelta a la silla, me senté y arranqué a llorar; y cómo cuando arrancas una Vespa después de mucho tiempo sin usarla, me ahogaba. Deberíamos tener en cuenta que soy asmática y que lo de ahogarme está  bastante a la orden del día .
Esperé una eternidad, quizás fueron segundos, a que por lo menos se dignase a consolarme. No fue así, cuando conseguí que mi dignidad volviese, y paré de llorar, levanté la vista. No estaba, se había ido al balcón a fumarse un cigarro, miraba a la calle en silencio, ni si quiera se dignó a mirarme.
Agarré el pomo de la puerta, y salí de allí como pude. No quise mirar atrás. Llamé al ascensor, entré y escondí la cara de zumbada que llevaba, no quería mirarme en el espejo. Me acerqué todo lo fuerte que pude a la barandilla del ascensor, no quería caerme y mucho menos que algún vecino me viese en ese estado. Al fin se abrió la puerta, y lógicamente, con la suerte que me caracteriza, allí estaba medio bloque esperando el ascensor. Me escabullí de aquellas miradas de extrañeza o lástima que me regalaban, y salí de aquel portal lo más rápida que mis piernas permitieron.
Recorrí unos metros, no creo que fuesen más de 10, me senté en un banco, arranqué de nuevo a llorar; es que la Vespa ya había arrancado antes, así que ahora era fácil que las lágrimas siguiesen su curso. Volví a pelearme con el bolso, joder qué de mierdas podemos llevar en el bolso, logré encontrar el móvil entre todo aquel amasijo de cosas inútiles. Si es que ya dicen que no hay nada más infinito que el bolso de una mujer. Busqué entre la lista de contactos el número de Ale como pude, dos tonos, y voila.

- Hola darling! ¿qué haces? - tan happy como siempre, creo que ese era su saludo oficial al descolgar el teléfono.
- Puedes venir a buscarme, por favor - tuve un deja vu, esto ya lo había vivido antes.
- ¿Dónde estás?
- Es que, ... es que, ... sólo ven a buscarme - sí, de nuevo me puse a llorar.
- A ver, pero ¿dónde estás?, no me cuelgues, no me cuelgues por favor.
- No puedo estar aquí, puedes venir a buscarme a la estación, ya luego te cuento - por fin una frase seguida, eso sí entre sollozos.
- Pero ¿a qué estación?, a ver ... - escucho como se entrecorta la comunicación, joder.
- Hola Sarah, vamos para allí, ¿dónde estás? - esa voz me sonaba, no se había perdido la cobertura, era otra persona la que había cogido el teléfono, la última a la que quería escuchar.
- ¿Fabio?
- Sí Sarah, ¿en qué estación te esperamos? - su voz sonaba amenazante, espació las palabras, su tono dejaba entrever que estaba más cabreado que una mona.

Me quedé callada, joder, no hay cosa que me de más rabia que darle la razón a alguien; pero en ese momento no estaba yo como para pensar mucho, y mucho menos andarme con remilgos.

- No sé, sólo quiero irme de aquí - conseguí pronunciar, este cerebro mío que funciona a ratos.

Media hora más tarde estaba sentada en la barandilla de fuera de la estación de Plaza Catalunya. Estaba helada, cansada, con todo el maquillaje corrido. Estoy segura que no se acercó nadie a robarme porque daba más pena que otra cosa; si hubiese extendido la mano, algún céntimo de algún guiri hubiese caído. Noté como una mano se apoyaba en mi hombro, eso hizo que me despertase y me alejase de esos pensamientos destructivos que rondaban mi mente.
Alcé mi cabeza y allí estaba, Fabio, mientras Ale desde el coche no paraba de gesticular, básicamente quería que nos diéramos prisa ya que no podía quedarse allí parado con el coche o le iban a multar. No hubo ninguna palabra, ningún mal gesto, absolutamente nada. Me condujo hacia el asiento trasero de aquel coche tan cómico; es que ese color azul pitufo llama la atención desde la Luna, y cerró la puerta tras de mí.
Ninguna pregunta, ninguna mirada, de nuevo, nada. Los dos se miraban y parecía que en silencio estuviesen teniendo la conversación más locuaz de los últimos tiempos. De vez en cuando dirigían su mirada al espejo retrovisor, imagino que para comprobar que no me había muerto.
Y allí estaba yo, cual niña de la mala tarde (niña de la película de Ring), con el pelo pegado en la cara, la mirada fija al suelo; vamos, que sólo me faltaba el camisón blanco y empezar a maldecir a la gente.
Después de lo que me pareció el recorrido más corto del mundo, y escuchar el freno de mano conseguí mover la cabeza y mirar por la ventanilla.



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